La hija mayor del monarca de la Dinastía Tudor de Inglaterra, Enrique VIII y de Catalina de Aragón, subió al trono inglés en 1553 convirtiéndose de este modo en la tercera mujer que ascendía a tal condición, después de Matilde de Inglaterra y de Juana Grey, ostentando el título de soberana de Inglaterra e Irlanda.
Su llegada al trono anglosajón estuvo rodeada por todo tipo de argucias y suspicacias, debido a su condición católica que originó serias grietas en una sociedad cada vez más cercana al protestantismo.
En este sentido, pronto comenzó a abolir todas las reformas religiosas introducidas por su padre y, con el apoyo del Cardenal Reginald Pole, en 1554 consiguió doblegar a Inglaterra de nuevo a la disciplina papal. Fueron en estos momentos en los que la monarca se ganó el sobrenombre de “Bloody Mary” (“María, la sanguinaria”), ya que llegó a condenar a casi 300 religiosos opositores a sus reformas a morir en la hoguera durante el período que se conoce como “Persecuciones Marianas”.
Ese mismo año, y habiendo pasado a la Historia inglesa tradicional como una reina cruel y sangrienta, se casó con el heredero de la Corona española Felipe II, lo cual sirvió para avivar aún más el malestar del pueblo inglés: el matrimonio se veía como la principal alianza con el papado de Roma debido a que la monarquía hispana era una fiel aliada de éste.
Por si esto fuera poco, Felipe II tenía esperanzas de aislar a Francia mediante esta unión de facto con Inglaterra, hecho que no escapó a los británicos: enseguida se produjo una rebelión en Kent incitada por el embajador francés y que tenía a la cabeza de sus filas a Sir Thomas Wyatt, la cual fue aplastada y tuvo como consecuencia más directa una dura represalia, especialmente con las clases populares.
Cuatro años más tarde, en 1558 la soberana moría en Londres y su sucesora, Isabel I (fruto del matrimonio entre Enrique VIII y Ana Bolena), restablecería todas las reformas religiosas que había hecho su padre.