LA TRAGEDIA DE LOS ANDES


El calor de diciembre ya comenzaba a sentirse en Puente Negro. Y esa era la mejor señal para que Sergio Catalán Martínez llevara a sus vacas a pastar a la montaña, para que se quedaran allí durante todo el verano. Así, acompañado -por Juan de la Cruz, Sergio y César, sus hijos de 10,11 y 12 años, dejó su casa y partió rumbo a la cordillera. A los tres días de camino a caballo, el arriero vio a dos jóvenes que le hacían señas desesperadas desde el otro lado del río. Pero era de noche y poco podía hacer por esas siluetas que se movían a lo lejos, en la oscuridad. Al alba, el hombre se acercó nuevamente a la orilla y, al ver que uno de los jóvenes seguía allí, tomó un papel y escribió: “Va a venir alguien a verlos ¿Qué es lo que desean?”. Eligió una piedra, la envolvió con el papel y la lanzó con todas sus fuerzas. Del otro lado del río, uno de los jóvenes imitó el gesto de aquel hombre y escribió la que define como la carta más linda de su vida: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles.  ¿Cuándo nos van a buscar arriba?."  olvidó de firmarla, y arrojó la piedra.

El arriero, de 45 años, leyó la nota, los miró sorprendido, aún sin poder creer lo que había leído. Entonces revolvió la bolsa que llevaba con alimentos, tomó cuatro panes y los arrojó hacia el otro lado del río. El arriero no esperó ni un minuto, subió a su caballo y cabalgó sin para hasta Puente Negro, donde contó su hallazgo a las autoridades. El almanaque marcaba 21 de diciembre de 1972, y don Sergio acababa de salvar la vida de los 16 únicos sobrevivientes del accidente que pasaría a la historia como la tragedia de los Andes.

La noticia había conmovido al mundo. El viernes 13 de octubre de 1972, un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, con 45 personas a bordo —la mayoría, integrantes de un equipo de rugby del club Old Christians—, rumbo a Santiago de Chile, desapareció en medio de los Andes a poco más de una hora de haber despegado de Mendoza. Los habían buscado durante diez días, pero al no hallar rastros de la aeronave, y ante las inclemencias del clima y del terreno, dieron por muertos a todos los pasajeros.
 
Sin embargo apoyados en una inmensa fe en Dios, y la solidaridad y el compañerismo que sólo los años de haber compartido un equipo deportivo les pudo otorgar, mantuvo viva la esperanza entre los sobrevivientes. 

De las 45 personas en el avión, trece murieron en el accidente o poco después (entre ellos 4 de los 5 miembros de la tripulación); otros cuatro habían fallecido a la mañana siguiente, y el octavo día, murió una pasajera de nombre Susana Parrado debido a sus lesiones.

Pese al tremendo impacto emocional sufrido, la serenidad prevaleció. Conscientes de que la clave para conservar sus vidas era no perder la calma, los más decididos intentaron con éxito la organización que, a la postre, darla resultado. No fue fácil, ni tampoco —según se desprende del relato de los jóvenes rescatados— faltaron los momentos de desesperación. Como lo fue el día que tomaron conocimiento a través de la radio, de que apenas transcurrida una semana del accidente decaían ya las tareas de búsqueda oficial.

Los 27 restantes tuvieron que enfrentarse a duras condiciones ambientales (-25 a -42 °C) de supervivencia en las montañas congeladas. Muchos de ellos habían sufrido diversas lesiones cortantes o moretones y carecían de calzado y ropa adecuada para el frío y la nieve. Se organizaron para resistir las duras condiciones imperantes.

El estudiante de medicina, Roberto Canessa, fue quien propuso más soluciones para todo, fabricó además elementos y utensilios ingeniosos tales como alambiques, guantes (con los forros de los asientos del avión, que se desprendían con facilidad), botas (con los cojines de los mismos) para evitar hundirse en la nieve al querer trasladarse, y anteojos (con el plástico tintado) para resistir el frío y el encandilamiento de la nieve.

La mayoría dormía con un par de pantalones, tres o cuatro suéteres, tres pares de calcetines, y algunos se tapaban la cabeza con una camisa para conservar el aliento. Para evitar la hipotermia, en las noches más frías, se daban masajes para reactivar la circulación e intentaban mantener la temperatura corporal en contacto entre sí. 

La noche del 29 de octubre, a 16 días ya de la caída, una nueva tragedia se cernió sobre el resto del avión y los muchachos, un alud se deslizó y sepultó los restos del avión, ingresando por el boquete de la parte posterior, arrasando el muro provisional y sepultando a quienes dormían en su interior, salvo a un joven, Roy Harley, quien desesperadamente comenzó a cavar en busca de los que yacían bajo la nieve. Pese a los desesperados intentos de rescate por sus compañeros, ocho personas murieron asfixiadas bajo la nieve, incluyendo al capitán del equipo Marcelo Pérez y al último pasajero de sexo femenino, Liliana Navarro de Methol. 

En esta nueva situación las condiciones de supervivencia se endurecieron aún más. Apenas disponían de espacio en el interior, contando con menos de un metro hasta el techo solo en la parte delantera del fuselaje.

A mediados de noviembre, fallecieron dos jóvenes más, (Arturo Nogueira y Rafael Echevarren), a causa de la infección de sus heridas, gangrena. El 11 de diciembre, moriría la 29º y última víctima del accidente por la misma causa (Numa Turcatti).

Los supervivientes disponían apenas de alimentos. A pesar de que durante los días posteriores al accidente racionaron la comida disponible, pronto se mostró insuficiente. En el lugar donde se habían estrellado no había vegetación ni animales de los que pudieran alimentarse, el terreno era suelo desnudo de nieves perpetuas.

El grupo pudo sobrevivir durante 72 días y no morir por inanición gracias a la decisión grupal de alimentarse de la carne de sus compañeros muertos, quienes estaban enterrados en las afueras del fuselaje. No fue una decisión fácil de tomar, y en un principio algunos rechazaron hacerlo, si bien pronto se demostró que era la única esperanza de sobrevivir, muchas consideraciones pasaron por el tema religioso católico. Pronto se impuso la regla, de no utilizar como alimento a ningún familiar cercano, ni tampoco a algún fallecido de sexo femenino, como el caso de las dos mujeres Parrado.

El extremo frío de la alta montaña era el peor enemigo que debían afrontar, sin embargo, gracias a estas temperaturas se podía conservar adecuadamente la carne y se impedía por completo el desarrollo de las infecciones producidas por los microorganismos que estaban ausentes bajo estas condiciones aún ya comenzado el verano austral en la última etapa.

El mantenerse ocupados y activos permanentemente fue un factor preponderante en la conservación del estado anímico del grupo. Cuando alguna tormenta los obligó a permanecer encerrados y casi inmóviles en su refugio, el fantasma de la desesperación volvió a insinuarse. Allí, como en todos los momentos de más negra pesadumbre, el único consuelo espiritual provino de la oración. Fernando Parrado Dolgay afirma: “Rezamos mucho todos los días, Por las noches nos congregábamos todos a rezar el Santo Rosario. La fe en Dios nunca la perdimos. Tal vez fueron la fe y las ganas de vivir lo que nos salvó ..."

Un mes después del accidente, Parrado y otros dos compañeros realizaban una exploración por los alrededores, cuando hallaron la cola del avión, que se había partido en el instante del choque. Fue un verdadero regalo para los refugiados su contenido. Entre otras cosas, guardaba 20 cartones de cigarrillos y 500 cajas de fósforos. La alegría les duró días enteros. Pero es lógico suponer que en esta comunidad, cuya gestación fue favorecida por el hecho de que la mayoría de los jóvenes, por pertenecer a la misma institución —el Old Christians, de Montevideo— tenían previamente sólidos vínculos de amistad entre sí, debían adoptar alguna resolución ante la falta de rescate de “mundo exterior” que ya pesaba sobre ellos como una auténtica condena ignoraban entonces que había muchos de sus familiares que tampoco se habían dado por vencidas. Que algunos realizaban vuelos particulares en aviones contratados. Y que finalmente se había logrado interesar nuevamente a las autoridades en la posibilidad de reanudar la búsqueda. Iban a cumplirse des meses del accidente y había que hacer algo.

La decisión se tomó con naturalidad. La mañana del lunes 11 de diciembre, el joven Parrado y su compañero Roberto Canessa Urta, vestidos con el mejor equipo disponible y calzando sus queridos zapatos de rugby, emprendieron la marcha hacia el Oeste, en busca de algo o de alguien que pudiera significar la ayuda que necesitaban sus 14 camaradas restantes.

"Salimos sin rumbo fijo" —relató Parrado— Aunque temíamos que no llegaríamos a ninguna parte, una vez que empezarnos a caminar con Canessa, ya teníamos la idea de que para atrás no íbamos a volver. Entre morir de hambre en el avión y lo que nos podía ocurrir adelante, preferíamos morir tratando de llegar a algún lado...» Sus frases son reveladoras. Describan el auténtico estado de ánimo del hombre amenazado por el peligro, cuando calcula con serenidad sus posibilidades.

El final es conocido por todos. Diez días de marcha entre cañadones y precipicios. La llegada al río donde del otro lado del cauce avistaron a don Sergio.

Atrás quedaban el viento y las montañas, los compañeros muertos y un millar de pequeñas historias que tal vez algún día cuenten a sus esposas o a sus hijos, y otras tantas que quedarán entre ellos y Dios.

El sol brilla ahora entre las montañas, las montañas que cayeron doblegadas, que fueron vencidas y conquistadas por ellos a fuerza de amor y coraje,  que son de ellos para siempre.