John George Haigh, más conocido como "el vampiro de Londres", nació en el seno de una familia de fuertes convicciones religiosas y muy conservadora en Yorkshire (Inglaterra) en una fecha que no se conoce a ciencia cierta.
Debido a la estricta educación recibida fue un niño muy religioso, llegando incluso a cantar en el coro de su iglesia. A medida que crecía se empezó a relacionar cada vez más con mafias de ladrones para los que realizaba pequeños trabajos. Estuvo varias veces en la cárcel hasta 1943, antes de empezar a cometer sus terribles asesinatos.
Poco después de quedar en libertad, mató a su primera víctima, un joven llamado Donald McSwann, a quien Haigh le robó todo lo que llevaba, y a continuación bebió su sangre y disolvió su cuerpo en ácido sulfúrico, creyendo que haciendo esto nunca sería descubierto.
Esa macabra forma de matar sería la que seguiría en los 5 años siguientes. A lo largo de ese tiempo mataría y bebería la sangre de los padres de McSwann y de otros 3 individuos, disolviendo todos los cuerpos en ácido.
La última víctima de Haigh fue una mujer llamada Mrs. Durand-Deacon.
Olivia Durand-Deacon era una de las elegantes viudas de mucho dinero que se sentían interesadas por él, pero más que por su físico, por la actividad que le habían dicho que ejercía: agente comercial. La señora quería que le sirviese de intermediario para llevar a cabo un negocio de uñas artificiales. Cuando se hacen amigos, le enseña una muestra de unas uñas hechas de papel, preguntándole si creía que podían tener éxito comercial. El hombre promete interceder por ella ante un posible negocio y citarla con otro agente comercial. Cuatro días después la condujo a Crowley con el fin de discutir la fabricación de las uñas artificiales haciéndole creer que la cita tenía lugar allí. Quedaron en el pueblo, en dónde la recogería para ir a la fábrica.Antes de la cita, compró un tonel de acero diseñado para resistir la corrosión de los ácidos, luego 153 litros de ácido sulfúrico, y lo hizo enviar a un almacén abandonado en Crowley.
En realidad a donde conduciría a Olivia no sería a la fábrica, sino a unos almacenes semiabandonados para el depósito de mercancías. La mujer nunca hubiese imaginado que un hombre tan correcto tenía la extraña especialidad de disolver a sus amistades en ácido sulfúrico.
Al día siguiente todo el mundo preguntaba preocupado por Olivia, la mujer no tenía por costumbre pasar noches fuera de la pensión y, mejor dicho, nunca; pero en esta ocasión, no había dado "señales de vida".
Haigh respondía con aire sorprendido que no había acudido a la cita, que tras esperarla durante una hora se había ido sin verla. Y como seguía sin aparecer, se ofreció junto a otros pensionistas para ir a la policía a denunciar la desaparición de la viuda.
Tuvo que hacer dos largas declaraciones en la comisaría, no mostrándose reticente o nervioso y siempre afirmando que la viuda no había acudido a la cita. No tenía nada que temer, pues pensaba que las precauciones que había tomado lo pondrían al abrigo de toda sospecha.
Pero el escepticismo y las sospechas del comisario de policía lo llevaron por otras pistas. Por el hecho de que no acababa de gustarle el hombre y dejándose guiar por la intuición, decidió llevar a cabo una serie de investigaciones rutinarias que le ayudaron a descubrir algunos cabos sueltos que Haigh no había tenido en cuenta: tenía antecedentes penales, además de que se descubrió que no era el tal jefe de la empresa que decía, pues terminaron localizando al verdadero jefe, y declaró que sólo le contrataba de vez en vez como representante.
En los almacenes, los policías encontraron tres bombonas de ácido sulfúrico, además de un delantal, unos guantes de caucho y un revólver que recientemente había disparado una bala. También hallaron otras pruebas macabras, como huellas de sangre en la pared y el delantal, un charco de grasa en un bidón vacío de ácido, y para colmo de sospechas, el recibo de una tintorería por un abrigo de astracán.
Expertos analistas de Scotland Yard analizaron cuidadosamente los restos de grasa y dos partes casi intactas de una dentadura, que finalmente fueron identificadas por el dentista de la mujer.
Haigh mantenía su disfraz de inocencia respondiendo amablemente a cada interrogatorio, aunque la policía de Scotland Yard sabía que mentía en sus declaraciones y que todas las pistas halladas le apuntaban como el asesino. Pero al darse cuenta que no podía seguir ocultando el crimen por mucho más tiempo, termina haciendo unas siniestras declaraciones:
"Si le confesara la verdad no me creería, es demasiado extraño. Pero se la voy a confesar. La señora Durand no existe. Ustedes no encontrarán jamás ningún resto de ella ya que la disolví en el ácido, ¿cómo podrán probar entonces que he cometido un crimen si no existe cadáver? Le disparé a la cabeza mientras estaba mirando unas hojas de papel para confeccionar sus uñas postizas, después fui por un vaso y le hice un corte con mi navaja en la garganta. Llené el vaso de sangre y me lo bebí hasta saciar mi sed. Luego introduje el cuerpo en el tonel llenándolo después de ácido sulfúrico concentrado Después me fui a tomar una taza de té. Al día siguiente el cuerpo se había disuelto por completo, vacié el tonel y lo dejé en el patio".
En 1949, John George Haigh sería arrestado por sus terribles crímenes. El 28 de Febrero de 1949, hizo una confesión en la que decía haber matado a 6 personas. Gran parte de lo declarado por Haigh jamás pudo ser probado. En el juicio contó historias acerca de extrañas alucinaciones y delirios que tenía y en los que aparecían determinados símbolos relacionados con el vampirismo. Decía tener pesadillas en las que aparecían crucifijos llenos de sangre y extraños seres que bebían este líquido.
Nunca se ha sabido con seguridad si todos estos delirios de los que Haigh decía padecer eran simplemente una farsa para conseguir que le declararan loco y así librarse de la pena de muerte. Sin embargo hay un detalle final que puede resultar chocante y es que tras recibir la pena de muerte se le enterró en un ataúd especial para que su cuerpo se descompusiera más rápido de lo normal, quizás por un inexplicable temor a que el muerto pudiese escapar de su tumba.