BILL EVANS, EL POETA DEL PIANO

Quienes conocieron bien a Bill Evans aseguran que durante sus últimas semanas de vida se alimentaba prácticamente de caramelos. Había decidido, tras una sucesión de hechos desgraciados de los que pensó que nunca se recuperaría, renunciar a la vida. Tenía 50 años, y optó por abandonarse definitivamente en brazos de la heroína, la cocaína y el alcohol (con los que había mantenido una larga relación de encuentros y desencuentros) y comenzó entonces lo que algunos han descrito como “el suicidio más largo del mundo”.


Bill Evans, descendiente de emigrantes rusos, nació en Nueva Jersey en 1929. Fue un muchacho tímido, retraído, sensible, buen estudiante, que mostró muy pronto una pasión casi enfermiza por la música, y más concretamente por el piano. Aunque, como él mismo confesaba, no estaba dotado de una habilidad innata para el teclado ni poseía una técnica deslumbrante, su capacidad de trabajo, su seriedad en el estudio del instrumento y sus innumerables horas de práctica le convirtieron poco a poco en un buen pianista y pudo comenzar a ganarse la vida tocando en orquestas de baile tras acabar la universidad. A partir de ahí, Evans jamás dejó de progresar, y con los años se convertiría en quien con toda probabilidad es el pianista de jazz más influyente de la historia de esta música junto, quizá, con Bud Powell, Thelonious Monk y McCoy Tyner.

Evans se hizo un nombre en la escena jazzística neoyorquina de los 50 gracias a sus trabajos junto al guitarrista Mundell Lowe y, sobre todo, al clarinetista Tony Scott. Se le veía mejorar cada noche, se le adivinaba ya un estilo muy personal basado en unos innovadores conceptos armónicos, un lirismo sereno y una aguda sensibilidad melódica. Pero su modestia, o quizá su inseguridad, llevaron al productor Orrin Keepnews a tener que prepararle una encerrona y llevarle engañado hasta los estudios del sello Riverside para que grabara su primer trabajo discográfico.

Miles Davis, con un olfato legendario para los nuevos talentos, se fijó enseguida en él y despidió de su banda al gran Red Garland para darle el puesto a Evans, que siendo todavía un veinteañero se encontró de la noche a la mañana sentado al piano en el grupo de jazz más famoso y alabado del momento. Las agotadoras giras y, seguramente, la presión fueron demasiado para él, un hombre introvertido, reflexivo y de naturaleza pausada. Dejó la banda en apenas un año y se retiró momentáneamente a la casa de campo de su padres, no sin antes haber tenido una participación decisiva en la grabación de Kind Of Blue, la obra maestra de Davis, y de haber adquirido el hábito del consumo de heroína contra el que estaría luchando prácticamente el resto de su vida.

Volvió a la circulaciónen 1960 con la idea de formar un trío estable con el que poder ir desarrollando todo el universo musical que bullía en su cabeza. Contrató al batería Paul Motian, con quien ya había trabajado ocasionalmente, y a un muchacho de 23 años de origen siciliano llamado Scott LaFaro, de quien le había impresionado su estilo vivo y sus audaces ideas armónicas. Lo que ocurrió al hacer coincidir estas tres piezas fue algo mágico. Juntos forjaron un nuevo modelo de trío jazzístico que acabó con la concepción tradicional de un solista más dos acompañantes. El trío Evans-LaFaro-Motian respiraba como un solo cuerpo, los tres dialogaban musicalmente en igualdad de condiciones, improvisaban al unísono llevando el jazz a terrenos desconocidos y refinaban su arte en cada actuación. Discográficamente, aquel sueño tuvo su culmen en la sesión que se grabó en directo durante la actuación del trío en el club Village Vanguard, que constituye un modelo a seguir para cualquier músico de jazz moderno y sigue siendo un regalo para el aficionado en cada nueva audición.

Seis días después de aquella gloriosa actuación, el contrabajista Scott LaFaro, con 25 años recién cumplidos, murió en accidente de tráfico al chocar contra un árbol cuando se dirigía de visita a casa de sus padres. Se volatilizaba así súbitamente un trío mítico que apenas tuvo un año y medio de vida. Hasta dónde hubiera avanzado la música de jazz de haber permanecido más tiempo en activo es una pregunta recurrente a la que nunca sabremos responder.

El trágico final de Scott LaFaro hundió a Bill Evans. En el terreno profesional le conllevó un brusco frenazo creativo (LaFaro era insustituible en el nuevo concepto de trío con el que había empezado a experimentar), y personalmente le supuso un mazazo del que nunca acabó de recuperarse. Se pasó meses sin tocar el piano. Se le veía deambular sin rumbo por las calles de Nueva York, con la mirada perdida, vistiendo las ropas de Scott LaFaro.

Después de la muerte de LaFaro, Evans trató de recomponer su carrera musical y, tras diversas pruebas más o menos fallidas con distintos músicos, hacia mediados de 1962 hizo estable una formación extraordinaria con Chuck Israels al contrabajo y Larry Bunker a la batería. El grupo, conocido como el ‘Segundo Trío’ de Bill Evans, estuvo en activo tres años y alcanzó una altura musical sobresaliente, y, si bien nunca gozaría del hechizo del mítico trío anterior, sus grabaciones son tesoros para quienes admiramos la figura del pianista.

En cuanto al ámbito personal de la vida de Bill Evans, la cosa iba de mal en peor. Su adicción a la heroína llegó a extremos funestos. Por aquella epoca tocó durante una semana en el Village Vanguard sólo con la mano izquierda, pues había perdido completamente la sensibilidad en el brazo derecho por culpa de una jeringuilla que había utilizado para inyectarse la droga. Se dice que llegó a aplicarse pinchazos en los dedos de la mano cuando su brazo ya no resistía más. Atraídos por una curiosidad no exenta de morbo, muchos músicos se dejaron caer por el club aquellos días. El contrabajista Bill Crow fue uno de ellos. Según sus palabras: “Posaba la mano dormida sobre el teclado y dejaba caer el índice sobre la tecla, aprovechando el peso de la mano para tocar la nota; todo lo demás lo tocaba con la izquierda, y si apartabas la vista de él nada te hacía sospechar que sucedía algo raro”.

La vida de Bill Evans siempre estuvo marcada por esa especie de maldición propia de los más grandes genios según la cual toda la habilidad que derrochan en las elevadas facetas en las que sobresalen queda reducida a cero cuando se trata de lidiar con apartados más cotidianos, rutinarios y aparentemente sencillos de la existencia. Evans fue incapaz de formar un hogar medianamente feliz; vivió muchas veces bordeando la miseria pese a que sus ingresos económicos eran cada vez más abundantes (llegó a estar durante un tiempo literalmente en la calle despúes de que el banco le embargara el piso por impago, durmiento cuando se terciaba en los sofás que le brindaban sus compañeros de profesión); nunca cogió realmente las riendas de su carrera, por lo que estuvo a merced de managers y productores de desigual calaña; y su tendencia a la introspección y al ensimismamiento le hacían difícil los aspectos más rudimentarios de la socialización (a pesar, no obstante, de que, según todos los testimonios de quienes llegaron a intimar con él, Evans era una persona bondadosa, honrada al extremo, un alma pura, un hombre de vasta cultura y sensibilidad, y un excelente conversador dotado de un finísimo sentido del humor). En 1964, cuando fue galardonado con el primer Grammy de su carrera, no tenía un atuendo adecuado para asistir a la gala ni dinero para comprárselo y subió a recoger el premio con un smoking prestado dos tallas menor, lo que, unido a su enfermiza timidez y a su conducta poco suelta para escenarios de ese tipo conformaron una estampa entre lo ridículo y lo enternecedor.

Tras una nueva etapa de transición artística en la que probó suerte con distintos acompañantes, Evans entró en los años 70 al frente de un renovado trío estable. El virtuoso del contrabajo Eddie Gómez y el exquisito batería Marty Morell permanecerían con él seis años. Fue éste un periodo muy fructífero en la carrera del pianista, con actuaciones y discos magníficos y con un aumento notable de su popularidad, y ello pese a que (es justo reconocerlo) su estilo, que siempre había estado en efervescente evolución, se estancó un poco.

Nunca llegó a casarse con ella pero una mujer llamada Ellaine fue su compañera sentimental durante 12 años. Fue además su amiga, su enfermera, su confesora, su consejera y su invariable punto de apoyo en los muchos malos momentos por los que Evans había pasado. En 1973, durante una gira por distintos clubes de California el pianista conoció a Nenette, una hermosísima joven de la que se enamoró perdidamente al instante. De regreso a Nueva York, Evans expuso la situación a Ellaine, que unos días más tarde, sumida en la desesperación, se suicidó lanzándose a las vías de metro.

La profunda tristeza por la pérdida de Ellaine y el sentimiento de culpa por el modo en que se precipitaron los hechos colocaron a Bill Evans al bode del precipicio emocional. Decidió abandonar Nueva York y buscar refugio en Florida, donde vivía Harry, su único hermano, a quien adoraba. Harry Evans era también pianista y se ganaba la vida con la música, aunque artísticamente estaba a años luz de Bill. Harry no sólo ejerció de hermano mayor en aquellos complicados momentos de la existencia de Bill sino que casi pudede decirse que éste se convirtió por un tiempo en una especie de hijo adoptivo. Lo acogió en su domicilio, junto a su familia, le procuró cuantos cuidados pudo y le apuntó a un programa de desintoxicación de drogas que dio finalmente resultado.

Bill Evans volvió a Nueva York resucitado y fortalecido. De hecho, hacía muchísimo tiempo que Evans no se encontraba tan bien: estaba desenganchado, había engordado un poco, cuidaba su salud (siempre precaria, no obstante, pues padecía una hepatitis crónica) y hasta vestía a la moda y se teñía el pelo. Musicalmente, aquellos años entre mediados y finales de los 70 también resultaron resplandecientes. Evans mantenía al formidable contrabajista Eddie Gómez en su trío, que ahora adquiría bríos renovados con la llegada del batería Eliot Zigmund. La música de Evans había alcanzado un increíble nivel de sofisticación, de equilibrio y de belleza.

A principios de 1979 el pianista, de 50 años, se veía con fuerzas para dar una nueva vuelta de tuerca a su estilo musical y decidió renovar por completo su formación contratando a dos jovencísimos músicos: el contrabajista Marc Johnson y el batería Joe LaBarbera, con quienes pronto alcanzaría un nivel de compenetración sorprendente, comparable sólo al logrado con su legendario ‘Primer Trío’. Desde sus primeros conciertos la música de Evans-Johnson-LaBarbera sonó extraordinaria; las ideas brotaban a borbotones, surgían cada noche nuevas posibilidades, nuevos caminos inexplorados y nuevos enfoques. Bill Evans era consciente de que su grupo tenía un potencial incalculable y se sentía, otra vez, en la gloria.

Pero en abril del 79, al regresar al hotel tras dar un concierto en un club de Washington recibió una llamada telefónica y el mundo se le vino encima. Sumido en una profunda depresión, Harry, su hermano, se acababa de quitar la vida pegándose un tiro. Bill Evans canceló el resto de conciertos de esa gira y rumió en solitario su desesperación durante unos días, al cabo de los cuales decidió que arrojaba la toalla. Sencillamente, renunció a seguir en habitando este mundo. Volvió a la heroína y comenzó también a consumir cocaína y grandes cantidades de alcohol, apenas comía, dejó de administrarse los medicamentos para su hepatitis… En palabras de su ya excompañera Nenette: “Bill urdió un plan para huir definitivamente del dolor”.

Mientras su vida corría rauda y desgarradoramente hacia el fin, Evans sólo encontraba consuelo en la música. No es que siguiera tocando con su nuevo grupo, sino que redobló su actividad engordando hasta lo imposible su agenda de conciertos. El trío tocaba cada noche y en cualquier sitio, ya fuera un lujoso teatro, un festival al aire libre o un inmundo club. Evans embarcó a sus chicos, que hacían denodados esfuerzos por seguile en el ritmo, en una gira europea de 21 conciertos en 24 días. Y por sorprendente que pueda parecer, la música de Evans sonaba más vigorosa y más fresca que nunca. Manejaba el ritmo a su antojo, jugaba con el sonido, se aventuraba con éxito por cualquier extraño derrotero y, sobre todo, de su piano manaba en esta última etapa una fuerza poética absolutamente conmovedora. Milagrosamente, Evans mantendría este nivel de excelencia artística hasta su último concierto.

El trío comenzó un martes 9 de septiembre de 1980 una semana de actuaciones en un club neoyorquino llamado el Fat Tuesday’s. El jueves, el pianista no apareció por el local. El domingo, Joe LaBarbera entró en el apartamento de Evans, le levantó de la cama y, en contra de su voluntad, le metió en el coche para llevarle al hospital. LaBarbera entró en el centro médico llevando en brazos el cuerpo debilitado del pianista, que moriría al día siguiente, lunes 15 de septiembre de 1980, a causa de una úlcera sangrante y una bronconeumonía, tenía el hígado destrozado y estaba desnutrido.