José Gabriel Condorcanqui Noguera, que pasaría a la historia con el nombre de Túpac Amaru (en quechua: "serpiente resplandeciente"), nació el 19 de marzo del año 1740 en el pueblo de Surimaná, provincia de Tinta (actual Perú). Era el segundo hijo de don Miguel Condorcanqui y de doña Rosa Noguera, y descendiente en quinta generación del última Inca, Túpac Amaru, que había encabezado una heroica rebelión en 1571 contra el virrey Francisco de Toledo.
José Gabriel ingresó a los diez años en el Colegio de Caciques de San Francisco de Borja, en el Cuzco. Años más tarde, estando en Lima por asuntos judiciales, parece que su constante interés en aumentar sus conocimientos lo llevó a escuchar clases de Artes en la Universidad de San Marcos. Heredó los cacicazgos de Pampamarca, Tungasuca y Surimaná y una importante cantidad de mulas que lo convirtieron en un cacique de buena posición, dedicado al transporte de mercaderías. el 25 de mayo de 1760, cuando acababa de cumplir 20 años, se casó con la mujer que sería el amor de su vida, Micaela Bastidas Puyucawa, natural del pueblo de Pampamarca. De esta unión nacieron tres hijos varones: Hipólito, en 1761; Mariano, en 1762; y Fernando, en 1768. Todos los hijos del cacique fueron bautizados por el cura Antonio López de Sosa. El matrimonio con aquella mujer extraordinaria lo alentó en el reclamo de su reconocimiento oficial como cacique y de la ratificación de su calidad de legítimo descendiente del Inca Túpác Amaru.
A fines del siglo XVIII, la dinastía de los Borbones, con el objeto de reorganizar el orden y el poder imperiales, inició una política de reformas administrativas y económicas. Las "reformas borbónicas" se extendieron a América y modificaron sustancialmente la relación entre España y las colonias.
Una de las medidas de mayor importancia fue la creación, en 1776, del Virreinato del Río de la Plata, que incluía las minas de Potosí.
A partir de este hecho y del desarrollo de la actividad marítima, Buenos Aires aumentó rápidamente su población, consolidó su estructura urbana y se transformó en el centro comercial más importante entre las colonias que España poseía en el sur del continente americano.
La medida perjudicó seriamente al Virreinato del Perú, donde el visitador José Antonio de Areche pretendió reemplazar los recursos que hasta entonces povenían del Potosí con la hiperexplotación de los indígenas y una asfixiante alza de las cargas tributarias, que incluía la creación de nuevos impuestos que recaían, por supuesto, sobre las ya dobladas espaldas de los indios.
El cierre de obrajes, la paralización de las minas y la crisis del algodón y el azúcar provocaron el incremento de la desocupación y la pérdida de sus míseros ingresos para miles de indígenas.
Ante esta situación, Túpac presentó una petición formal para que los indios fueran liberados del trabajo obligatorio en las minas. Denunciaba los esfuerzos inhumanos a que eran sometidos. Pedía también que se acabara con los obrajes, verdaderos campos de concentración donde se obligaba a hombres y mujeres, ancianos y niños a trabajar sin descanso.
Denunciaba particularmente el sistema de repartimientos, antecedente del bochornoso pago en especies, de larga vida en la vida laboral de los latinoamericanos: los corregidores, para sostener sus vidas lujosas e incrementar aún más sus dividendos, obligaban a los indios a comprar toda clase de objetos inútiles, para quedarse ellos con parte de la ganancia obtenida.
La soberbia Audiencia de Lima, compuesta mayoritariamente por encomenderos y mineros explotadores, ni siquiera se dignó a escuchar sus reclamos.
Túpac fue entendiendo que debía tomar medidas más radicales y comenzó a preparar la insurrección más extraordinaria de la que tenga memoria esta parte del continente.
Los pobres, los niños de ojos tristes, los viejos con la salud arruinada por el polvo y el mercurio de las minas, las mujeres cansadas de ver morir en agonías interminables a sus hombres y a sus hijos, todos comenzaron a formar el ejército libertador.
La primera tarea fue el acopio de armas de fuego, vedadas a los indígenas. Pequeños grupos asaltaron depósitos y casas de mineros y el arsenal rebelde fue creciendo. Abuelos y nietos se dedicaron a la fabricación de armas blancas, pelando cañas, preparando flechas vengadoras. Las mujeres tejían maravillosas mantas con los colores prohibidos por los españoles. Una de ellas sería adoptada como bandera por el ejército libertador. Con los colores del arco iris, aún flamea en los Andes peruanos.
Túpac pronto entendió que su rebelión no podría triunfar sin el apoyo de criollos y mestizos, pero los propietarios nacidos en América no se diferenciaban demasiado de sus colegas europeos. Formaban parte de la estructura social vigente, que basaba su riqueza en la explotación del trabajo indígena en las minas, haciendas y obrajes.
La independencia propuesta por Túpac no era sólo un cambio político, sino que implicaba la modificación del esquema social imperante en la América española.
Los elevados impuestos y los nuevos repartimientos realizados a la llegada del virrey Agustín de Jáuregui provocaron que Condorcanqui se decidiera a desatar la rebelión. La ocasión se presentó cuando el obispo criollo Moscoso excomulgó al corregidor de Tinta, Arriaga, individuo particularmente odiado por los indios. El 4 de noviembre de 1780, Túpac Amaru, con su autoridad de cacique de tres pueblos, mandó detener a Antonio de Arriaga y lo obligó a firmar una carta en la que pedía a las autoridades dinero y armas, y llamaba a todos los pueblos de la provincia a juntarse en Tungasuca, donde estaba prisionero. Le fueron enviados 22.000 pesos, algunas barras de oro, 75 mosquetes, mulas, etc. Tras un juicio sumario, Arriaga fue ajusticiado en la plaza de Tungasuca.
Túpac Amaru emitió un bando reivindicando para sí la soberanía sobre esos reinos y emprendió la campaña libertadora. Por donde pasaba su ejército se acababan la esclavitud, la mita y la explotación de los seres humanos. Todos eran iguales para este ejército que venía a terminar con la raza de los mandones. La gente volvía a levantar la cabeza, a sentir otra vez el orgullo de ser ellos mismos.
El 18 de noviembre de 1780 se produjo la batalla de Sangarará. En este primer combate, las fuerzas rebeldes derrotaron al ejército realista dirigido por Tiburcio Landa. A partir de entonces, la rebelión tomó un carácter más radical. Unos 100 mil indios en una extensión de 1.500 kilómetros, de Salta a Cuzco, se dispusieron a seguir al rebelde.
Mucho temor deben haber tenido algunos españoles del Cuzco, a que estos "bárbaros" pudieran hacer justicia con ellos, llegando a refugiarse muchas veces en las iglesias.
En uno de sus manifiestos decía Túpac: "Un humilde joven con el palo y la honda y un pastor rústico libertaron al infeliz pueblo de Israel del poder de Goliat y del faraón: fue la razón porque las lágrimas de estos pobres cautivos dieron tales voces de compasión, pidiendo justicia al cielo, que en cortos años salieron de su martirio y tormento para la tierra de promisión. Mas al fin lograron su deseo, aunque con tanto llanto y lágrimas. Mas nosotros, infelices indios, con más suspiros y lágrimas que ellos, en tantos siglos no hemos podido conseguir algún alivio (...) El faraón que nos persigue, maltrata y hostiliza no es uno solo, sino muchos, tan inicuos y de corazones tan depravados como son todos los corregidores, sus tenientes, cobradores y de más corchetes: hombres por cierto diabólicos y perversos (...) que dar principio a sus actos infernales sería santificar (...) a los Nerones y Atilas de quienes la historia refiere sus iniquidades (...). En éstos hay disculpas porque, al fin, fueron infieles; pero los corregidores, siendo bautizados, desdicen del cristianismo con sus obras y más parecen ateos, calvinistas, luteranos, porque son enemigos de Dios y de los hombres, idólatras del oro y de la plata. No hallo más razón para tan inicuo proceder que ser los más de ellos pobres y de cunas muy bajas".
Tras el triunfo de Sangarará, Túpac Amaru no marchó sobre Cuzco y regresó a su cuartel general de Tungasuca sin entrar en la ciudad, en un intento de facilitar una negociación de paz.
La gravedad de la situación llevó a los virreyes de Lima y Buenos Aires, Agustín de Jáuregui y Juan José Vértiz, respectivamente, a unir sus fuerzas. El virrey de Lima dispuso el envío al Cuzco del visitador general, José Antonio Areche, con el mando absoluto de Hacienda y Guerra, acompañado por el mariscal de campo, José de Valle, inspector de las tropas de aquel virreinato, y del coronel de dragones, don Gabriel de Avilés, al mando de un ejército de más de 17.000 hombres.
El pánico de verse ajusticiados por los insurrectos llevó a la Junta de Guerra del Cuzco a acompañar la presencia militar con inteligentes medidas políticas que recogían parte de las reivindicaciones de Túpac, como ser: abolición definitiva de los repartimientos de los corregidores, perdón general a todos los comprometidos en la insurrección, exceptuando a los cabecillas, y condonación de las deudas contraídas por los indios con los corregidores.
Estas medidas, complemento de la campaña terrorista de saqueo de pueblos y asesinato indiscriminado de todos sus habitantes, lograron que muchos indios desertaran del ejército rebelde o se pasaran a filas realistas y facilitaron la derrota definitiva de los insurrectos.
Túpac intentó sorprender atacando primero, pero el ejército realista fue advertido por un prisionero fugado - Francisco Santa Cruz, lugarteniente y compadre del líder - y el ataque fracasó. La noche del 5 al 6 de abril se libró la desigual batalla entre los dos ejércitos.
Túpac fue hecho prisionero y trasladado a Cuzco. El visitador Areche entró intempestivamente en su calabozo para exigirle, a cambio de promesas, los hombres de los cómplices de la rebelión. Túpac Amaru le contestó con desprecio: "Nosotros dos somos los únicos conspiradores; Vuestra merced por haber agobiado al país con exacciones insoportables y yo por haber querido libertar al pueblo de semejante tiranía. Aquí estoy para que me castiguen solo, al fin de que otros queden con vida y yo solo en el castigo".
Fue sometido a las más terribles torturas durante varios días, pero no delató a nadie, se guardó para él y la historia el nombre y la ubicación de sus compañeros.
Finalmente Túpac Amaru fue "juzgado" a la manera de la autodenominada justicia española, heredera de la Inquisición, y condenado a muerte junto a toda su familia. Se iban a perpetrar sobre los líderes rebeldes y la familia del Inca las atrocidades más grandes, sin precedentes en nuestras tierras hasta esos días.
La sentencia, dictada el 17 de mayo de 1781, hablaba del odio desatado entre los españoles como producto del horror provocado por la magnitud de la insurrección.
Sus compañeros José Verdejo, Andrés Castelo, Antonio Oblitas, Antonio Bastidas, su tío Francisco, y su hijo Hipólito, fueron ahorcados luego de que se les cortara la lengua; a Tomasa Condemaita, cacica de Arcos, se le dio garrote en un tabladillo con un torno de fierro; todo frente a sus ojos y los de su mujer. Luego llegó el turno de Micaela, a quien se le cortó la lengua y se le dio garrote hasta matarla.
Finalmente José Gabriel, cerró la masacre. El verdugo le cortó la lengua y despojado de los grillos y esposas, lo pusieron en el suelo, le ataron las manos y pies a cuatro lazos que fueron asidos a las cinchas de cuatro caballos que tiraron hacia distintas direcciones durante un largo rato, manteniéndolo en el aire. Como no pudieron lograr desmembrar el cuerpo del rebelde, el Visitador, ordenó al verdugo que le cortase la cabeza. Luego se les cortaron los miembros y las cabezas a todos los cuerpos, y fueron enviados a diversos pueblos y los cuerpos mutilados quemados en una hoguera.
Al enterarse del éxito de la faena, el benemérito obispo de Buenos Aires, fray Sebastián, emitió el siguiente sermón: "...fue derrotado y preso el traidor José Gabriel Túpac Amaru con su mujer, hijos, hermanos y demás secuaces que le acompañaban, e influían a negar la debida obediencia a Dios y a Nuestro Católico Monarca. ...Sí, amados hijos, este suceso es digno de todos nuestros votos y de las más fervientes oraciones. El amor que debemos al Rey y a la Religión que profesamos exige que exhalemos nuestros corazones en alabanzas y cánticos."
Fuente: Los mitos de la historia argentina - Felipe Pigna
Fuente: Los mitos de la historia argentina - Felipe Pigna