Nicolás Copérnico, Giordano Bruno y Galileo Galilei sufrieron castigo por haber comprobado que la tierra gira alrededor del sol.
Copérnico no se atrevió a publicar la escandalosa revelación, hasta que sintió que la muerte estaba cerca. La iglesia católica incluyó su obra en el Índex de los libros prohibidos.
Bruno, poeta errante, divulgó por los caminos la herejía de Copérnico: el mundo no era el centro del universo, sino apenas uno de los astros del sistema solar. La Santa Inquisición lo encerró ocho años en un calabozo. Varias veces le ofreció el arrepentimiento, y varias veces Bruno se negó. Por fin este cabeza dura fue quemado, ante un gentío, en el mercado romano de Campo dei Fiori. Mientras ardía, le acercaron un crucifijo a los labios. Él volvió la cara.
Unos años después, explorando los cielos con los treinta y dos lentes de aumento de su telescopio, Galileo confirmó que el condenado tenía razón. Fue preso por blasfemia. En los interrogatorios, se derrumbó. En alta voz juró que maldecía a quien creyera que el mundo se movía en torno al sol. Y por lo bajito murmuró, según dicen, la frase que le dio fama eterna: Galileo dijo entre dientes “Eppur si muove” (y sin embargo, se mueve).